sábado, 30 de julio de 2011

Los Castrati ocuparon la posición central en el mundo operístico, heredado posteriormente a principios del siglo XIX por sopranos y tenores. Realmente su supremacía fue aún más grande porque no solamente dominaron en la escena, también pusieron en marcha escuelas de canto, dirigieron departamentos en los conservatorios y fueron los pedagogos de todos los instructores de canto de Italia. En 1855, Rossini aseveró con respecto a los castrati: Su maestría artística es toda la que ellos podrían tener, por lo que consagraron el más asiduo esmero e incansable cuidado a su preparación. Siempre se dirigían a los músicos con total disponibilidad, y cuando sus voces vacilaban eran excelentes maestros. En 1858 señaló: Aunque aquellos que dominan al máximo la grandeza, la tradición verdadera desaparece sin dejar discípulos de su nivel, su arte se desvanece, muere.

En aquella época y a pesar de ser, supuestamente, algo prohibido con la excomunión, en las iglesias de la Roma de 1694 cantaban unos 100 castrati y en 1780 pudieron llegar a unos 700. Hay quien estima que en la primera mitad del siglo XVII, se castraba sólo en toda Italia unos 4.000 niños al año, la mitad de ellos en Nápoles, sobran los comentarios.
De repente, en media Europa pasaron de moda las voces más monocordes y apagadas, con menos armónicos, las de los “Falsetistas” –hombres que cantaban con su voz natural aflautada, modulada “de falsete”, para lo cual utilizaban sólo una parte de sus cuerdas vocales como hacen los actuales contratenores- y fueron sustituidos sin recato por las voces más aterciopeladas, “naturales” y brillantes de los castratis.
La gente se volvía loca con esas voces, hay una anécdota de ello: Cantando Pacchiarotti una noche de 1776 en Forlì, al pedir explicaciones al director de orquesta, interrumpiendo su aria, porque conmovidos los músicos -y no sólo el público- habían ido dejando de tocar recibió como respuesta, entrecortada por la emoción: “¡Estoy llorando, señor!...”
La castración no será, pues, sólo un acto quirúrgico: la selección de las mejores promesas, su formación en escuelas y por maestros consagrados a la tarea, los ejercicios de horas, días, años harían de niños como Carlo Broscchi sensibles y divinos virtuosos como Farinelli. Una vez castrado el niño no experimentará muda en su voz: al no descender la laringe, las cuerdas vocales quedan más cerca de las cavidades de resonancia. El sonido de la voz es más claro, más brillante, más cálido porque contiene más armónicos. Un singular desarrollo del tórax propiciado por la falta de hormonas masculinas, unos potentes músculos que les dará su propio crecimiento y un trabajo colosal de ocho horas diarias en las técnicas de emisión y respiración les proporcionarán una hermosa y potente caja de resonancia al servicio de aquellas pequeñas cuerdas vocales. Surge así una voz sensible, de trinidad sublime, diferente de la masculina por su ligereza, su flexibilidad y sus agudos, de la femenina por su brillo, su limpidez y su potencia, y superior a la del niño, con la que conseguirán una expresividad angelical a costa de una personalidad desgarrada.

Entre los muchos anónimos castrati, y los que quedaron en el camino, algunos pudieron sentirse compensados por la fama y los privilegios. Además del reconocido Farinelli que llegó a ser un personaje importante en la corte española de Felipe V. Siface, que se atrevió a rechazar una invitación de Luis XIV; Ferri, famoso protagonista de intrigas palaciegas; Caffarelli, Velluti, Tenduci... mujeriegos empedernidos, famosos por sus escándalos amorosos; y otros como Senesino, Bernacchi, Pacchiarotti, Guadagni, Marchesi, Crescentini que fueron simplemente los divos de aquella época.
Travestismo, el placer de la ambigüedad y el ornamento. El barroco en su estado más puro. En “Il trionfo de la inocenza”, de Caldara, por ejemplo, el personaje de Santa Eugenia es una mujer que se hace pasar por monje. Una persona conoce su identidad, pero hay una mujer que se enamora de él, del que cree es el padre Eugenio. La música dice “Arrepiéntete, arrepiéntete”, pero la música no refleja esa intención, busca un conflicto. El máximo de la ambigüedad era además que todo esto es cantado por hombres, y sucedió en el siglo XVIII. Es increíble, sorprendente lo escrito en aquella época arias con voces que imitan o emulan las trompetas, los oboes, los violines de una manera virtuosa y cantado en esos sitios ideales de las iglesias de entonces, donde la reverberación, paras las más dramáticas, no para las más rítmicas. La tragedia impacta más en las iglesias, esas arias en las que está presente la muerte.

1 comentario:

quiz dijo...

Interesante artículo,yo conocí a Jaurossky a través de un post que puse en el blog, alguien me aconsejó que escuchara algo de él. Me resultó impactante esa ambiguedad de imagen-voz.
Un abrazo..........quiz